Leí hace poco en alguna parte que está bien fiarse del instinto para desconfiar de alguien o algo pero no de los buenos presentimientos. Por lo visto gracias a la evolución nuestro cerebro es capaz de captar cosas que no cuadran y dan mala espina, aunque no seamos capaces de explicar la desazón. Me pasa algo parecido con personajes, hechos o incluso ideas. Algo me dice que no me fíe. Que hay algo más. Y a veces pasa bastante tiempo hasta que se hace evidente que había trampa. Pero esa sensación siempre estuvo ahí.
El otro día salió a la luz que uno de esos revolucionarios de salón que pululan con cierto éxito por Twitter coleccionaba relaciones con adolescentes que habían quedado deslumbradas por su verbo florido, su compromiso político y su aura de estrella de las redes sociales. Después de que la primera venció la vergüenza de ser tomada…
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